Un momento en que nadie te obliga
a salir abrigado si hace frio, en donde no es necesario llevar dinero para todas
las eventualidades, ni preocuparse demasiado por vestirse bien; nadie reclama si
te atrasas o te apuras demasiado; nadie te pide que te quedes o te vayas. Un
momento en donde el tiempo desaparece junto con la obligación de mantenerse en
un solo lugar por más de dos segundos.
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Eso sí, hay un compromiso requerido por
el cuerpo y que uno acepta gustosamente resignado; ir a tu ritmo.
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No es solo por cuidarse, o abrirse a la
posibilidad de comer (canchear) sin remordimientos, o competir con el mundo, o
mirarse y sentirse definido; es, por sobre todas las cosas, por ese mar de
buenas conclusiones, quizás las más honestas que trazo en el día, que marchan
con mis ritmos, los definen y acicalan; y de paso, mejoran el arsenal de ideas
para mis batallas personales.
No es ni antes, ni durante, sino después… Pasado un minuto desde que me detengo, atacan e invaden mi mente por orden de importancia; a veces en forma de cuentos, otras, en imágenes, canciones, o diálogos que dan igual.
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Éstos llegan apurados; como si, yo
escapando, hubiera avanzado más rápido que ellos y, solo al detenerme, me alcanzasen
en un gesto que asemeja al de un desesperado que corre detrás de algo tratando de
tomarlo con una mano (como si cuerpo y alma se fueran en ello). Siempre llega primero el más
importante, aquel que debo tener presente, y que a veces confundo en el océano
de mí impacientada imaginación que lo quiere todo.
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Aquí presento el último diálogo que me
atacó, luego de haber dedicado un momento del día a mis ya teatrales escapadas.
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¿Qué harías si te cortan una mano?
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Haría malabarismo sólo con la otra.
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¡Pero a ti nunca te ha interesado el
malabarismo! ¿por qué aprender así?
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No es malabarismo lo quiero enseñarme, sino el
hecho de que las buenas excusas para eximirme de hacer algo no son más que eso;
buenas excusas… y, no hay nada peor que confundir mis impedimentos físicos con impedimentos mentales.