viernes, 11 de mayo de 2012

3x1. La guerra de Galio




Una de las cosas que indefectiblemente me maravilla al recibir un libro como regalo, es que siempre éste último se multiplica por tres. Primero en cuanto a regalo "con materialidad de libro"; podrá sonar superficial, pero me encantan mis estantes llenos de libros, mientras más libros veo y tengo, más colores percibo y la imagen asemeja, en mis mientes, a un arcoíris puertas adentro.
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Segundo; el contenido que cada obra representa. Si con los colores en su conjunto percibo la magia del arcoíris en mi dormitorio, con su contenido encuentro siempre más y más posibilidades de mundos para entregarle a mi vida y a mis formas; posibilidades para sanar, para conquistar y conquistarme, para  crecer, para opinar, para enojarme, reír y resolverme. Todo al alcance de mi mano y en la comodidad de mi silla.
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Tercero; cada encuentro con alguna frase o reflexión, que logra moldear la atmósfera que observo y respiro, me obliga a agradecer el regalo, me obliga a inmortalizar el momento en que lo recibí (que suele ser por naturaleza un buen momento), me obliga a sentirme recordado, y eso me hace inmensamente feliz.
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Dado que el examen de grado ocupa casi todo el espacio de lectura que le doy a mis ojos, este libro sólo lo leo cuando me subo a un bus. Haciendo así, de esos viajes largos (que podrían ser eternos y infecundos) una maravilla.
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Les comparto dos reflexiones de “La guerra de Galio” de Héctor Aguilar Camín; un gran regalo de cumpleaños (uno de los mejores) y que por estas semanas ha acompañado y colmado de ejemplos los tres puntos enunciados arriba:
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"La civilización nos ha apartado del origen de nuestras pulsiones. Ha fragmentado nuestra experiencia, ha pulido nuestros modales y segregado de nuestra vista las cuestiones centrales: el amor, la violencia, la muerte. Hemos construido cuartos privados para los amantes, lugares secretos para morir y hemos echado un velo institucional sobre el origen de nuestra paz, que no es otro que la violencia ejercida contra los que la ponen en peligro: los locos, los criminales, los disidentes..."
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“Pues así como todos comen la carne limpia, cuyo proceso de matanza y destazamiento no soportarían ver, los que comemos del filete público de la paz nos rehusamos a mirar el proceso de matanza y destazamiento que la produce. (...) todos comen el filete de la tranquilidad pública que otros garantizan destazando, metiendo cuchillos en la sombra. Ése es el rastro que yo quiero ver…”

jueves, 10 de mayo de 2012

¿Dónde rayos me encuentro?





Sábado, 7:45 hrs.
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Mi hermana me relata, con un entusiasmo único, uno de los cuentos más interesantes que he escuchado en el último tiempo; “¿Dónde rayos me encuentro?”. Y ahí me encontraba yo, entre el hecho de que el contenido de la narración en sí era formidable, y la forma que tenía Catalina de contarlo era aún mejor; llenando, con más vida, a través de sus palabras, las formas de mi mente.
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Fue tal la impresión provocada, que me vi en la necesidad de buscar la jácara e incorporarla a mis pensamientos en forma autónoma y más pausada.
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¿Se imagina lo que es levantarse en la mañana y no encontrarse? ¿Buscar por todos lados y no hallarse? ¿Preguntar a quienes lo conocen, o pueden conocer, si lo han visto, y si pueden ayudarlo a encontrarse? ¿Mirar hacia atrás, hacia al lado, y hacia el frente con el fin de encontrarse, y no poder hallarse? ¿Qué debo mirar para encontrarme? ¿Qué encuentro cuando creo que me encuentro? ¿Qué hago cuando no me encuentro? No sé si fue por el aire matutino, pero fue una mañana llena de preguntas a partir del relato.
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Este cuento fue un regalo de 7:45 hrs. (prueba de que las mañanas son más inteligentes y provechosas para el espíritu), junto con la idea que me cedió mi hermana de 9 añitos en cuanto a sus inmejorables capacidades de regalar imágenes con palabras, y de esa exquisita capacidad, al igual que todos en la casa, de entusiasmarse con las letras y el conocimiento (mientras escuchamos felices a Selena Gómez en radio Disney).
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¿Dónde rayos me encuentro?
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Texto: Fabián Sevilla
Imagen:
Marisa Cuello
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Esa mañana, Anselmo fue a peinarse frente al espejo y… ¡no se encontró! Desesperado, empezó a buscarse por todas partes.
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Miró con ojos de plato playo, pero seguía sin verse. Luego, miró con ojos de chinito, y seguía sin aparecer.

Desesperó.
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Se buscó en un bolsillo: pelusas, tres monedas y dos caramelos de menta apolillados. Él, no estaba.
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—¿Dónde estaré? —se preguntó.
Revisó la cama: bajo la almohada, entre las sábanas, junto al “osito de dormir abrazado”. Tampoco.
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—¿Adónde rayos me habré metido? —se reprochó.
Se buscó en la cocina: dentro de las ollas, en la alacena —especialmente entre los fideos y la yerba— y en la heladera, donde halló hasta una papa que había sacado flores. Lo que era él, naranja.
Luego de auscultar con lupa y linterna cada rincón de su casa, llamó por teléfono a su mamá.
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—Mami, ¿hoy me viste?
—No, nene, aún no.
—Yo tampoco. Luego te explico —y cortó.
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Hizo decenas de llamadas similares a decenas de amigos, conocidos y compañeros de trabajo. Recibió decenas de respuestas como la de su mamá. Incluso se llamó a él mismo, y él mismo se respondió que aún no se había visto.
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—¿Qué se debe hacer cuando uno no se encuentra? —gritó ya en el umbral del pánico.
Ahí nomás fue a la Oficina de Objetos Perdidos de la otra cuadra. Le dijeron que tenían llaves, celulares, billeteras, suegras, perritos, pero a él no lo habían encontrado.
Buscó los servicios de un detective privado, de ésos que encuentran personas desaparecidas o descubren esposos infieles.
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—Fui a mirarme al espejo y no estaba —le contó angustiadísimo al investigador.
—¿El espejo o usted? –preguntó el sabueso, dispuesto a anotarlo todo en una libretita.
—Usted… Digo, yo.
—¿Y dónde estaba?
—¿El espejo o yo?
—El espejo —respondió el detective mientras lamía un chupetín como había visto hacer a un colega en una serie de televisión.
—En el baño. ¡Debe encontrarme urgentemente! El baño está por el pasillo, primera puerta a la derecha.
Hacia allá se dirigió el detective. Volvió seis minutos después.
—Ya lo encontré —dijo con una seguridad admirable.
—¿A mí?
—No, al espejo.
—¡Chocolate por la noticia! —gritó Anselmo. Y al ver que el otro se quedaba en silencio como dieciséis minutos seguidos, agregó—: ¿Y? ¿Qué espera?
—Que me dé el chocolate por la noticia que tengo para usted.
Anselmo debió salir, comprar un chocolate y volver. Sólo entonces, el otro le comunicó:
—Usted está. Pero no se encuentra en el espejo, porque está descompuesto.
—¿El espejo o yo?
—El espejo, señor. Parece que lo ha estado usando mucho y eso le causó algún desperfecto. Antes de que me pregunte: al espejo, no a usted. Por esas casualidades, ¿es usted muy coqueto?
Anselmo se puso rojo calamar.
—Y… sí —confesó—. Con decirle que voy a la peluquería a hacerme lavar, cortar y peinar las pestañas.
—¡Con razón se le desarregló! Tenga en cuenta que el uso en exceso afecta a los espejos, como a los televisores o los zoquetes.
—Mi coquetería me jugó en contra —debió aceptar Anselmo haciendo un puchero para no largarse a llorar.
—Pero no sufra. Aquí tiene. Es un excelente arreglador de espejos —comentó el detective mientras le pasaba una tarjetita platinada.
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Anselmo le pagó por la pesquisa y ahí nomás llamó al service. En media hora, el técnico estuvo en su baño.
Luego de mirar, medir, oler, golpetear, tomarle la temperatura, el pulso y la fiebre al espejo, se puso a arreglarlo. Era un experto, se notaba.
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Al rato, dijo:
—Ya está. Pruebe.
Anselmo, ansioso como quinceañera enamorada, se paró frente al espejo y… ¡por fin se vio!
—¡Me encontré! Mire, ahí estoy. Me encontré —festejaba abrazando al técnico, que le cobró bien caro. Por el arreglo, no por dejarse abrazar.
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Igualmente, Anselmo no se quejó por la tarifa: no hay nada mejor que hallarse a uno mismo, sobre todo, luego de horas de estar perdido.
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Y guardó la tarjetita, que mucho le sirvió aquella otra vez, cuando se fue a mirar y su reflejo ¡salía en blanco y negro!
—Ay, los japoneses serán unos capos haciendo aparatitos, pero debí haber comprado un espejo de industria nacional —se criticó.
Y otra vez llamó al arreglador de espejos. Verse en blanco y negro lo deprimía.

viernes, 4 de mayo de 2012

Condenan a los principales diarios chilenos por su complicidad con los crímenes de la dictadura



"Condenan a los principales diarios chilenos por su complicidad con los crímenes de la dictadura"

http://www.webislam.com/noticias/45885-condenan_a_los_principales_diarios_chilenos_por_su_complicidad_con_los_crimenes_.html

Encontré notable el artículo, y un acertadísimo gesto político de condena.
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Creo que la condena nos anuncia un tema poco trabajado en el consciente histórico; la labor del periodismo en el pernicioso manejo de la información por los controladores de los "mass media". 
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Lo que sí, el enunciado “El periodismo y los periodistas deben estar al servicio de la verdad” me parece sumamente inquisidor y de épocas ya superadas. Me conformo con el Derecho a la información y que cada uno forje sus verdades (dos cosas distintas... y no tenemos porque ceder en el lenguaje!).
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Da para pensar también cuánto heredero de esas formas queda en el sistema. Sin embargo, la condena de conductas pasadas permite sobreponer un valor presente que, al menos en mi mente, no consideraba tan vigente, en personas dedicadas al periodismo, a la hora de medir actos imperativos (el deber de informar). Creo que con esto plantean una buena opción al mundo y levantan un buen referente periodístico.
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Si no fuera por Internet y Facebook, mi reflexión no existiría, como tal, en mi cabeza ahora. Gracias Gates y Zuckerberg por dar pie al declive de los grupos hegemónicos que controlan el (antes) maldito cuarto poder!.