jueves, 10 de mayo de 2012

¿Dónde rayos me encuentro?





Sábado, 7:45 hrs.
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Mi hermana me relata, con un entusiasmo único, uno de los cuentos más interesantes que he escuchado en el último tiempo; “¿Dónde rayos me encuentro?”. Y ahí me encontraba yo, entre el hecho de que el contenido de la narración en sí era formidable, y la forma que tenía Catalina de contarlo era aún mejor; llenando, con más vida, a través de sus palabras, las formas de mi mente.
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Fue tal la impresión provocada, que me vi en la necesidad de buscar la jácara e incorporarla a mis pensamientos en forma autónoma y más pausada.
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¿Se imagina lo que es levantarse en la mañana y no encontrarse? ¿Buscar por todos lados y no hallarse? ¿Preguntar a quienes lo conocen, o pueden conocer, si lo han visto, y si pueden ayudarlo a encontrarse? ¿Mirar hacia atrás, hacia al lado, y hacia el frente con el fin de encontrarse, y no poder hallarse? ¿Qué debo mirar para encontrarme? ¿Qué encuentro cuando creo que me encuentro? ¿Qué hago cuando no me encuentro? No sé si fue por el aire matutino, pero fue una mañana llena de preguntas a partir del relato.
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Este cuento fue un regalo de 7:45 hrs. (prueba de que las mañanas son más inteligentes y provechosas para el espíritu), junto con la idea que me cedió mi hermana de 9 añitos en cuanto a sus inmejorables capacidades de regalar imágenes con palabras, y de esa exquisita capacidad, al igual que todos en la casa, de entusiasmarse con las letras y el conocimiento (mientras escuchamos felices a Selena Gómez en radio Disney).
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¿Dónde rayos me encuentro?
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Texto: Fabián Sevilla
Imagen:
Marisa Cuello
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Esa mañana, Anselmo fue a peinarse frente al espejo y… ¡no se encontró! Desesperado, empezó a buscarse por todas partes.
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Miró con ojos de plato playo, pero seguía sin verse. Luego, miró con ojos de chinito, y seguía sin aparecer.

Desesperó.
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Se buscó en un bolsillo: pelusas, tres monedas y dos caramelos de menta apolillados. Él, no estaba.
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—¿Dónde estaré? —se preguntó.
Revisó la cama: bajo la almohada, entre las sábanas, junto al “osito de dormir abrazado”. Tampoco.
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—¿Adónde rayos me habré metido? —se reprochó.
Se buscó en la cocina: dentro de las ollas, en la alacena —especialmente entre los fideos y la yerba— y en la heladera, donde halló hasta una papa que había sacado flores. Lo que era él, naranja.
Luego de auscultar con lupa y linterna cada rincón de su casa, llamó por teléfono a su mamá.
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—Mami, ¿hoy me viste?
—No, nene, aún no.
—Yo tampoco. Luego te explico —y cortó.
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Hizo decenas de llamadas similares a decenas de amigos, conocidos y compañeros de trabajo. Recibió decenas de respuestas como la de su mamá. Incluso se llamó a él mismo, y él mismo se respondió que aún no se había visto.
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—¿Qué se debe hacer cuando uno no se encuentra? —gritó ya en el umbral del pánico.
Ahí nomás fue a la Oficina de Objetos Perdidos de la otra cuadra. Le dijeron que tenían llaves, celulares, billeteras, suegras, perritos, pero a él no lo habían encontrado.
Buscó los servicios de un detective privado, de ésos que encuentran personas desaparecidas o descubren esposos infieles.
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—Fui a mirarme al espejo y no estaba —le contó angustiadísimo al investigador.
—¿El espejo o usted? –preguntó el sabueso, dispuesto a anotarlo todo en una libretita.
—Usted… Digo, yo.
—¿Y dónde estaba?
—¿El espejo o yo?
—El espejo —respondió el detective mientras lamía un chupetín como había visto hacer a un colega en una serie de televisión.
—En el baño. ¡Debe encontrarme urgentemente! El baño está por el pasillo, primera puerta a la derecha.
Hacia allá se dirigió el detective. Volvió seis minutos después.
—Ya lo encontré —dijo con una seguridad admirable.
—¿A mí?
—No, al espejo.
—¡Chocolate por la noticia! —gritó Anselmo. Y al ver que el otro se quedaba en silencio como dieciséis minutos seguidos, agregó—: ¿Y? ¿Qué espera?
—Que me dé el chocolate por la noticia que tengo para usted.
Anselmo debió salir, comprar un chocolate y volver. Sólo entonces, el otro le comunicó:
—Usted está. Pero no se encuentra en el espejo, porque está descompuesto.
—¿El espejo o yo?
—El espejo, señor. Parece que lo ha estado usando mucho y eso le causó algún desperfecto. Antes de que me pregunte: al espejo, no a usted. Por esas casualidades, ¿es usted muy coqueto?
Anselmo se puso rojo calamar.
—Y… sí —confesó—. Con decirle que voy a la peluquería a hacerme lavar, cortar y peinar las pestañas.
—¡Con razón se le desarregló! Tenga en cuenta que el uso en exceso afecta a los espejos, como a los televisores o los zoquetes.
—Mi coquetería me jugó en contra —debió aceptar Anselmo haciendo un puchero para no largarse a llorar.
—Pero no sufra. Aquí tiene. Es un excelente arreglador de espejos —comentó el detective mientras le pasaba una tarjetita platinada.
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Anselmo le pagó por la pesquisa y ahí nomás llamó al service. En media hora, el técnico estuvo en su baño.
Luego de mirar, medir, oler, golpetear, tomarle la temperatura, el pulso y la fiebre al espejo, se puso a arreglarlo. Era un experto, se notaba.
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Al rato, dijo:
—Ya está. Pruebe.
Anselmo, ansioso como quinceañera enamorada, se paró frente al espejo y… ¡por fin se vio!
—¡Me encontré! Mire, ahí estoy. Me encontré —festejaba abrazando al técnico, que le cobró bien caro. Por el arreglo, no por dejarse abrazar.
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Igualmente, Anselmo no se quejó por la tarifa: no hay nada mejor que hallarse a uno mismo, sobre todo, luego de horas de estar perdido.
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Y guardó la tarjetita, que mucho le sirvió aquella otra vez, cuando se fue a mirar y su reflejo ¡salía en blanco y negro!
—Ay, los japoneses serán unos capos haciendo aparatitos, pero debí haber comprado un espejo de industria nacional —se criticó.
Y otra vez llamó al arreglador de espejos. Verse en blanco y negro lo deprimía.

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