(Foto tomada a la salida de la Ligua. Camino a Viña del Mar)
Desde hace tiempo que me hallo convencido de que las formas que toman las sombras y las luces en cualquier imagen, son las que determinan su sentido y belleza. No son tanto las líneas o colores del objeto, contenido en ella, los que resaltan sus cualidades; sino más bien (a mí parecer) es el singular juego que puede darse entre su luz y obscuridad, el que da vida y belleza a cualquier objeto.
El enunciado anterior ha calado tan profundo en mis ideas y opiniones que siento que la belleza, propia y de los objetos, no podría concebirse (o apreciarse como tal) si no se incluye en sus agraciados modos una convención entre luz y obscuridad. Es dicha mezcla la que encanta y envuelve.
Si entendemos que la luz no existe sin sombras o matices, ni viceversa; el hecho de construir una belleza sólo con luz, excluyendo u ocultando su obscuridad, resulta un ejercicio de necios.
En el último tiempo, esta idea que, en mis sienes, solo se circunscribía a la técnica de las imágenes fotográficas o fílmicas, se ha abierto a ámbitos más deliciosos de la vida; en buena medida, a partir de las siguientes reflexiones:
“La historia de la Medicina nos enseña que no consiste tanto el progreso en expulsar de nosotros los gérmenes de las enfermedades mismas, cuanto en acomodarlas a nuestro organismo, enriqueciéndolo tal vez, en macerarlas en nuestra sangre. ¿Qué otra cosa significan la vacunación y los sueros todos, qué otra cosa la inmunización por el transcurso del tiempo?” Miguel de Unamuno en “Del sentimiento trágico de la vida”
“Encontré entonces en mí —y aun ahora lo hallo— un instinto que me llevaba hacia una vida más alta o espiritual, según suele decirse, como lo tiene la mayoría de los hombres, y otro instinto que me llevaba hacia un nivel primitivo y salvaje; y guardo respeto por ambos” Henry D. Thoreau en “La vida en Walden”
Creo que la construcción estética de nuestras formas diarias de vida se determina por cómo podemos enlazar nuestra luz y obscuridad sobre ellas; y, en consecuencia, su belleza pende de la capacidad que tengamos para mostrar nuestras luces y sombras en armoniosas conjugaciones. Pretender mucha luz encandila; procurar mucha obscuridad ciega… Es el juego entre ambas lo que nos permite que la imagen que, se encuentra de fondo (nosotros), se perciba bella en este mundo.