Santo Tomás define el amor como una dimensión positiva del
deseo (en contra posición al odio que se construye como una dimensión negativa
del deseo); el amor es el deseo de algo bueno en cuanto bueno. Lorenzo el
magnifico lo refería, en la misma línea, pero con fines más estéticos, como “un
apetito di bellezza”.
Sin embargo, el amor, que en sí
lleva el deseo hacia lo amado; no se agota sólo en él. Desear algo, es en
definitiva, tendencia a la posesión de ese algo o alguien; lo que implica que
ese algo o alguien entre a nuestra esfera patrimonial; por lo que el deseo se
termina automáticamente cuando el objetivo se consuma; muere al ser satisfecho.
Manuel Machado con más estilo decía en su Querer “En tu boca roja y fresca;
beso, y mi sed no se apaga (…) Me he enamorado de ti; y es enfermedad tan mala;
que ni la muerte la cura”. El amor es un eterno insatisfecho; proyecta deseo,
pero no se agota ni cansa con él, por un lado. Por otro lado, el amor nos
mueve, a la órbita de lo amado, es un constante movimiento, centrífugo, hacia
lo amado.
El amor, para Ortega y Gasset, no
es la alegría que el objeto amado nos proyecta; sino, incluso, y probablemente
es cuando mejor se define, cuando sentimos el dolor que proyectan algunas de
sus formas. Vivir una vida, buscando un amor que no nos golpee, y dañe; es por
definición inalcanzable. De este modo, se construye como esa fuerza centrífuga
que eleva y hunde, que abraza y despedaza… Su mejor ponderación, peso y volumen
está en el dolor que a veces nos ocasiona. En el amar, abandonamos la quietud y
asiento dentro de nosotros, y emigramos virtualmente (no precisa ser físico)
hacia el objeto; Y ese constante estar emigrando es estar amando. Despertamos
pensándolo, y moviendo nuestra alma en búsqueda del mismo; y cerramos los ojos
en él, sobre nuestro lecho, sin precisar su compañía; cuanta idea se ha gastado
en el teatro de los pensamientos, aun cuando nadie lo ve consigo!
Sin embargo, el amor, no es la
alegría que se proyecta sobre el objeto o ser amado, ni la pena que pareciera
definirlo con tanta profundidad y precisión; tampoco es la desesperación de la
ausencia o peligro del objeto o ser que se pretende, ni la emoción de su
encuentro. El amor, en parte, es un potenciador del alma, un intensificador de
las emociones; nos lleva al éxtasis y al estiércol en velocidades que a veces
no logramos siquiera percibir. Es esa adrenalina potenciada la que nos vuelve
adictos, es el vertiginoso viaje que asegura su presencia, y que potencia el
mar de emociones.
Y así como es intensidad, se
gasta; la emoción química que provoca el otro dura más o menos, pero tiene
duración, y en consecuencia, cadencia. Con el tiempo esa intensidad se apaga en
la costumbre; y solo aparece en momentos, en suspiros fugases, que recuerdan su
presencia, mas no su constancia. Pero con ello no muere el amor. Vencido el
plazo, queda algo nuevo que es lo que sentencia la prolongación de su vida o
prognosis de su muerte. Ese bastión que nace durante y después de la intensidad
es amistad, respeto y complicidad.
En mi caso particular, parece
difícil entender el proceso del amor, desde la amistad a la intensidad.
Mientras más frenamos esa intensidad que nos provoca, menos posibilidades
tenemos de vivir un buen amor. Cuando comenzamos con lo segundo, esperando
sentir esa intensidad después, inconscientemente estamos decidiendo sobre un
proceso que no admite razón ni decisión. Uno no decide sentir intensidad, uno
no decide sentir; siente o no siente. El resto nace o no nace.
La sentencia, que culmina la
primera fase, proyecta los designios de lo segundo. Cuando está la intensidad,
no hay decisión que no parezca razonable, si ella implica la llegada del ser u
objeto amado. Mueren las excusas, se invisibilizan los miedos, y entendemos que
todas nuestras decisiones, de una y otra forma, apuntan a la cercanía de lo
amado. Retener, reprimir, contener eso, es matar cualquier proyección; o
evidenciar su inexistencia. Y, sin embargo, el ejercicio ansioso, no es como
pudiera parecer, correr a lo amado, sino pensar que lo segundo llega sin la
locura de lo primero. Ese amor nace muerto, y amores que mueren nunca matan;
porque amores que matan nunca mueren…
Tampoco es un acto individual; el
amor se define en correspondencia. Es un acto que implica necesariamente un
otro. Correspondencia, que a su vez, importa una temperatura; pensar amor en el
ser amado, no es lo mismo que pensar un concepto matemático o un precepto
legal, su presencia y grado de corroboración aumenta y disminuye su temperatura
en cuanto al grado de atención y tensión. No es baladí hablar de un amor frío o
cálido en el lenguaje pagano. Sentir como abriga y desabriga es una forma de
percibirlo y medirlo. Su presencia física no obsta la sensación; con más estilo
Luis Ramiro la representa diciendo “la distancia no suele tener importancia si
acaba donde empiezan sus pies”.
Parte de y con uno, porque es
parte de uno y en uno comienza. A pesar de la necesaria reciprocidad, no es
posible amar al otro sin amarse uno mismo. Cuando el amor propio/la autoestima,
se encuentra débil o enfermo, el amor no florece sino sólo una ilusión con
perfume de realidad o necesidad enfermiza e infantil de amor a través de ojos
ajenos.