Esta interpretación del tema "Sweet Lorraine" de Baker acompañó buena parte de la confección de lo que a continuación les comparto. Creo que representa un buen ejemplo (ojalá no muy rebuscado) de lo que quería comunicarme.
Aquí comienza un ejercicio de escritura que hace rato tenía en
mente y que nació a partir de esta singular epifa nía que suele rondar mi cabeza:
Te llevo agazapada en la piel, arraigada en lo hondo de mis
formas; a tal profundidad, que lo siento parte de mí; precisamente ahí, en ese
territorio en donde ya distinguirte o discriminarte es negarme o socavarme.
He intentado no entregarme, convencerme de que nada bueno saldrá
de esto, resistiendo (me) hasta los tuétanos. Y sin embargo, sé perfectamente
que te llevo en el capilar de mis membranas, enraizada en lo más sensible e
inexpugnable de mi intimidad.
Mi sino está en lograrme y sentirme digno de mi anuncio; hacerlo
bello en mí y compartirlo con tu imperceptible, irrefutable e imperdonable
presencia… Y así, mi hado se convence de la necesidad de obrar para sentir la
seguridad de tu cercanía; pero me ataca esa incansable voz que acompaña todas
mis noches repitiendo y repitiendo: tontito, esta no la ganarás ¿por qué no
ocupas la cabeza y das un paso hacia la
realidad…?
Pero, e incluso antes de intenarlo, me detengo, me giro y veo que, de frente a este
riesgo irrefrenable, poseo todos los raciocinios y pruebas necesarias para
catalogar de absurda mi esperanza; pero esas razones no me hacen mella, pues
son razones y nada más que razones, y no es de ella de lo que se apacienta el
corazón… Y es que te tengo metida en la piel, y no logro distinguirte sin
negarme, y no consigo discriminarte sin denigrarme… pues, en cualquiera de mis
mundos, no amarte sería corromperme.
Defensa al plagio.
La premisa de mi ejercicio (aquel que acaban de leer) parte de mi
convicción en el hecho de que sólo amo, o disfruto genuinamente, los objetos
(canciones, poemas, películas, personas, cosas, etc.) que logro personificar de
alguna forma. Creo que la belleza de las cosas solo se vuelve tal, cuando su
proyección interna viene acompañada de imágenes personalísimas, formas propias
en interacciones con ésta, y/o en mis emociones estacionales más intrínsecas.
No soy un artista. Mi talento no conmueve en pintura, canto, verso
o interpretación; mas, me siento sumamente competente a la hora de avocarme al
ejercicio de la “pasión por el arte”. Puedo dudar sobre mis aptitudes para
tomar el mundo y hacerlo arte convencional (para el mundo); pero sé que, en mente
y alma, me entrego al ejercicio de apropiación y goce del arte existente para
hacerlo mío, envolverlo y configurarlo a mis formas y emociones más íntimas.
Creo que lo anterior puede, o
debería, leerse como una suerte de confesión (a priori, y posteriori) de
constantes plagios de formas artísticas. Y seré cínico en este aspecto, pues
desde que presencié la “Ardiente paciencia” de Skármeta a través del inocente,
torpe y desesperado amor de Mario Jiménez hacia Beatriz, me ronda una causal de
justificación respecto del plagio de arte que resume bien los descarados fundamentos
de MIS maneras ajenas.
Cuando Mario Jiménez (el cartero que
había plagiado los versos de Neruda para conquistar a Beatriz) se acerca al
poeta para increparlo, provoca, a mi parecer, uno de los mejores diálogos de la
novela. La escena que verán a continuación en vuestras cabezas sucede así:
“Poeta y compañero-. Usted me metió en este
lío, y usted de aquí me saca. Usted
me regaló sus libros, me enseñó a usar la lengua para algo más que pegar
estampillas. Usted tiene la culpa de que yo me haya enamorado.
-¡No, señor! ―responde el poeta―
Una cosa es que yo te haya regalado un par de mis libros, y otra bien distinta
es que te haya autorizado a plagiarlos. Además, le regalaste el poema que yo
escribí para Matilde.
-¡La poesía no es de quien la escribe, sino de quien
la usa!” corrigió Mario Jiménez.
Aún recuerdo que, después de haberme tropezado con ese
puñetazo de lucidez, mi cabeza asimilaba a la de un payaso desesperado que,
ante un importante acontecimiento, gritaba silenciosamente mientras se afirmaba
el rostro y corría en círculos pequeños. Y es que ahí estaba yo, como
protagonista, saliendo al campo de
batalla con el que mejor podía representarme, Mario Jiménez; ese pobre tonto
enamorado, incapaz de estar a la altura artística del nobel, y con quien no
podía sino identificarme en sus más nobles y sinceros combates…
¡Qué réplica más democrática la formulada en ese
momento por el cartero! La que, a su vez, explica (en mi humilde y conveniente
parecer) como el arte entregado, por quien lo “crea”, constituye sólo el 50% de
ese mismo arte. Pues, para que exista arte, debe haber también un espectador
que aporte, con sus mundos, el otro 50%; un admirador que sea capaz de llenar,
con sus imágenes y colores, las palabras o formas con que el artista intenta
adornar el espacio. Y es en ese momento cuando el arte deja de ser de quien lo
confecciona y pasa a ser de quien lo capta (al menos en un 50%). En resumen: no
hay provocador sin alguien que sea capaz de sentirse provocado; no hay palabra
sin imagen; no hay canción sin rostro; no hay película sin historia. Y esa
provocación, aquella íntima emoción que gatilla el cuerpo hasta estremecerlo,
es tan propia, es tan personal y tan única que no puede reivindicarse por quien
quiera que sea el que la provoque.
Dicho esto, y emulando el ejercicio propuesto por Sean Connery en
la película “descubriendo a Forrester”, tomé una canción y la traduje. Mas, el
resultado de la traducción no fue la transcripción de la letra inglesa del tema
a palabras castellanas; sino más bien, la reproducción, a palabras nuestras, de
la personificación que hago de ella en mi mente; es decir, los primeros cuatro
párrafos que leyeron fue lo que vi y oí, desde mi atmósfera, cuando escuché y contemplé dicho tema
musical.
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