Sábado, 7:45 hrs.
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Mi hermana me relata,
con un entusiasmo único, uno de los cuentos más interesantes que he escuchado
en el último tiempo; “¿Dónde rayos me encuentro?”. Y ahí me encontraba yo,
entre el hecho de que el contenido de la narración en sí era formidable, y la
forma que tenía Catalina de contarlo era aún mejor; llenando, con más vida, a
través de sus palabras, las formas de mi mente.
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Fue tal la impresión provocada,
que me vi en la necesidad de buscar la jácara e incorporarla a mis pensamientos
en forma autónoma y más pausada.
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¿Se imagina lo que es
levantarse en la mañana y no encontrarse? ¿Buscar por todos lados y no
hallarse? ¿Preguntar a quienes lo conocen, o pueden conocer, si lo han visto, y
si pueden ayudarlo a encontrarse? ¿Mirar hacia atrás, hacia al lado, y hacia el
frente con el fin de encontrarse, y no poder hallarse? ¿Qué debo mirar para
encontrarme? ¿Qué encuentro cuando creo que me encuentro? ¿Qué hago cuando no me encuentro? No sé si fue por el aire matutino, pero fue una mañana llena de preguntas a partir del relato.
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Este cuento fue un regalo
de 7:45 hrs. (prueba de que las mañanas son más inteligentes y provechosas para
el espíritu), junto con la idea que me cedió mi hermana de 9 añitos en cuanto a
sus inmejorables capacidades de regalar imágenes con palabras, y de esa
exquisita capacidad, al igual que todos en la casa, de entusiasmarse con las
letras y el conocimiento (mientras escuchamos felices a Selena Gómez en radio
Disney).
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¿Dónde
rayos me encuentro?
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Esa
mañana, Anselmo fue a peinarse frente al espejo y… ¡no se encontró!
Desesperado, empezó a buscarse por todas partes.
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Miró con
ojos de plato playo, pero seguía sin verse. Luego, miró con ojos de chinito, y
seguía sin aparecer.
Desesperó.
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Se buscó
en un bolsillo: pelusas, tres monedas y dos caramelos de menta apolillados. Él,
no estaba.
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—¿Dónde
estaré? —se preguntó.
Revisó la
cama: bajo la almohada, entre las sábanas, junto al “osito de dormir abrazado”.
Tampoco.
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—¿Adónde
rayos me habré metido? —se reprochó.
Se buscó
en la cocina: dentro de las ollas, en la alacena —especialmente entre los
fideos y la yerba— y en la heladera, donde halló hasta una papa que había
sacado flores. Lo que era él, naranja.
Luego de
auscultar con lupa y linterna cada rincón de su casa, llamó por teléfono a su
mamá.
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—Mami,
¿hoy me viste?
—No,
nene, aún no.
—Yo
tampoco. Luego te explico —y cortó.
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Hizo
decenas de llamadas similares a decenas de amigos, conocidos y compañeros de
trabajo. Recibió decenas de respuestas como la de su mamá. Incluso se llamó a
él mismo, y él mismo se respondió que aún no se había visto.
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—¿Qué se
debe hacer cuando uno no se encuentra? —gritó ya en el umbral del pánico.
Ahí nomás
fue a la Oficina de Objetos Perdidos de la otra cuadra. Le dijeron que tenían
llaves, celulares, billeteras, suegras, perritos, pero a él no lo habían
encontrado.
Buscó los
servicios de un detective privado, de ésos que encuentran personas
desaparecidas o descubren esposos infieles.
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—Fui a
mirarme al espejo y no estaba —le contó angustiadísimo al investigador.
—¿El
espejo o usted? –preguntó el sabueso, dispuesto a anotarlo todo en una
libretita.
—Usted…
Digo, yo.
—¿Y dónde
estaba?
—¿El
espejo o yo?
—El
espejo —respondió el detective mientras lamía un chupetín como había visto
hacer a un colega en una serie de televisión.
—En el
baño. ¡Debe encontrarme urgentemente! El baño está por el pasillo, primera
puerta a la derecha.
Hacia
allá se dirigió el detective. Volvió seis minutos después.
—Ya lo
encontré —dijo con una seguridad admirable.
—¿A mí?
—No, al
espejo.
—¡Chocolate
por la noticia! —gritó Anselmo. Y al ver que el otro se quedaba en silencio
como dieciséis minutos seguidos, agregó—: ¿Y? ¿Qué espera?
—Que me
dé el chocolate por la noticia que tengo para usted.
Anselmo
debió salir, comprar un chocolate y volver. Sólo entonces, el otro le comunicó:
—Usted
está. Pero no se encuentra en el espejo, porque está descompuesto.
—¿El
espejo o yo?
—El
espejo, señor. Parece que lo ha estado usando mucho y eso le causó algún
desperfecto. Antes de que me pregunte: al espejo, no a usted. Por esas
casualidades, ¿es usted muy coqueto?
Anselmo
se puso rojo calamar.
—Y… sí
—confesó—. Con decirle que voy a la peluquería a hacerme lavar, cortar y peinar
las pestañas.
—¡Con
razón se le desarregló! Tenga en cuenta que el uso en exceso afecta a los
espejos, como a los televisores o los zoquetes.
—Mi
coquetería me jugó en contra —debió aceptar Anselmo haciendo un puchero para no
largarse a llorar.
—Pero no
sufra. Aquí tiene. Es un excelente arreglador de espejos —comentó el detective
mientras le pasaba una tarjetita platinada.
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Anselmo
le pagó por la pesquisa y ahí nomás llamó al service. En media hora, el técnico
estuvo en su baño.
Luego de
mirar, medir, oler, golpetear, tomarle la temperatura, el pulso y la fiebre al
espejo, se puso a arreglarlo. Era un experto, se notaba.
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Al rato,
dijo:
—Ya está.
Pruebe.
Anselmo,
ansioso como quinceañera enamorada, se paró frente al espejo y… ¡por fin se
vio!
—¡Me
encontré! Mire, ahí estoy. Me encontré —festejaba abrazando al técnico, que le
cobró bien caro. Por el arreglo, no por dejarse abrazar.
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Igualmente,
Anselmo no se quejó por la tarifa: no hay nada mejor que hallarse a uno mismo,
sobre todo, luego de horas de estar perdido.
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Y guardó
la tarjetita, que mucho le sirvió aquella otra vez, cuando se fue a mirar y su
reflejo ¡salía en blanco y negro!
—Ay, los
japoneses serán unos capos haciendo aparatitos, pero debí haber comprado un
espejo de industria nacional —se criticó.
Y otra
vez llamó al arreglador de espejos. Verse en blanco y negro lo deprimía.